Hoy
es el día trescientos. Trescientos días sin beber. Hace ya trescientos días que
me vine a Bolonia. Es jueves, quince de diciembre del año dos mil quince. La
casa está sobre la arena de la playa. A través de la ventana veo vacas
pastando, entre barrones y tártagos marinos, y el océano atlántico. Hoy no hay viento
de levante y el mar está en calma. No me estoy tomando una taza de café. Hace
ya tiempo que el té sustituyó al café; la playa al asfalto, las vacas a las personas y las dunas a los
bloques de pisos. Llevo una hora escribiendo sentado frente a la mesa de madera
clara que tengo puesta bajo la ventana. No tengo música y solo se escucha el
mar. Ya casi nunca pongo música. Aquí
estoy solo, bueno solo no, estoy con mi gato negro Morfeo. Estoy escribiendo
sobre el mes diciembre del año dos mil catorce. Justo un año atrás.
En
aquel otoño, yo impartía un taller de escritura en el barrio de Triana.
Entonces ya llevaba más de dos años separado de Diana. Estaba intentando dejar
de beber y escribía mi último libro de poemas. Los jueves por la tarde, asistía
a una terapia para adicciones de todo tipo. Éramos un grupo de diez a quince
personas, dependiendo de bajas y altas. En el grupo de terapia, estaban
representadas casi todo tipo de adicciones; adicción a la bebida, al juego, a
la cocaína, al sexo, al cánnabis, al menos estaban todas las adicciones
oficiales, porque las otras; a la televisión, al azúcar, a la comida, a la
compañía, a las redes sociales y otras muchas, no existían para la sociedad ni
para los propios adictos que la sufrían. Esa tarde éramos pocos en el grupo.
–Juan,
adicto, treinta días sin consumir.
–Ricardo,
adicto, alta.
–Carlos,
adicto, Luis, ¿Ochenta días?
–Vamos
a ver –dijo el terapeuta, que era otro adicto–, ochenta y tres días, Carlos.
–Dos
días –dijo Esteban.
–Félix,
adicto, alta.
–Cincuenta
días –dije yo.
–Esteban
empieza tú –dijo Luis, el terapeuta–. ¿Qué es lo que ha pasado, Esteban?
–Nada.
Vamos que he consumido. Entre semana muy bien, pero llegó el fin de semana y me
harté. He consumido. –Esteban tenía veinte y pocos años. Era mensajero y hacía
poco que le habían echado del trabajo y le había dejado la novia. Tenía las
manos entre los muslos y no paraba de mover los pies de arriba abajo–. Alcohol
y cocaína. No he parado en todo el fin de semana.
–
¿Y el dinero? –Preguntó el terapeuta–. Vamos, que a mí me ha dicho un pajarito
que hay más de lo que estás contando.
–Le
quité la tarjeta a mi padre –dijo Esteban.
–Ahhh.
¿Y? ¿Qué piensas hacer, Esteban? –Dijo el terapeuta–. ¿Tú para qué vienes aquí,
Esteban?
–Yo
lo intento. No quiero consumir, pero llega el fin de semana y no sé lo que me
pasa, pero no puedo evitarlo. Me entra el mono y tengo que salir por ahí.
–
¿El mono? ¡Y una mierda! –dijo Carlos. Carlos llevaba sin beber más de cinco
años. Estaba de alta pero seguía yendo todos los lunes sin falta–. Tú no tienes
ni puta idea de lo que es pasar el mono. Mono el que tuvo que pasar el menda
encerrado entre cuatro paredes –Carlos se golpeaba el pecho y hablaba en voz
alta–. No tienes ni puta idea. ¿Sabes lo que creo? Tú te crees que aquí somos
todos tontos. Tú no quieres dejar de consumir. Te voy a decir una cosa. Tú has
consumido porque te ha dado la gana. Piensas que eres el más listo y aquí todos
estamos equivocados. ¿Pero, a quién vas a engañar? Te engañarás a ti mismo
porque, te digo una cosa, no vas a engañar a nadie de los que estamos aquí. En
esto no, desde luego. A mí me puede coger el toro, y a cualquiera de aquí, pero
el toro tiene que tener once cuernos para cogerme. ¡Venga ya! ¡El mono! Tú no
has tenido mono en tu vida, lo que te pasa a ti, es que vienes aquí para tapar
bocas. Solo para eso. Pero yo te voy a decir dónde vas terminar tú. Puedo
equivocarme en matices. Pero tú terminas con el pijama de pino. No hay otra. Ya
has perdido el trabajo y la novia. Después vendrán los amigos. Al final ni tu
familia querrá saber nada de ti. Eso si no te pegan un navajazo antes o
terminas en la cárcel. Esto solo tiene un final. Pero tú te crees más listo que
los demás. “Los adictos son los otros, yo no”. Te voy a decir otra cosa. Por lo
menos sé sincero y no te engañes y no engañes a nadie más. Toma una decisión.
Si quieres seguir consumiendo, consume. Pero sé honrado contigo mismo y con los
demás.
–Yo
te voy a contar una historia –le dijo Félix a Esteban. Yo conocí a alguien como
tú que creía que tenía todo controlado. Tenía un buen trabajo, una esposa guapa
que le quería, familia y muchos amigos, y como todo le iba bien, seguía consumiendo.
Con el tiempo fue perdiendo algunos amigos, pero como todavía seguía teniendo
algunos amigos y seguía con el trabajo, su familia y su esposa, seguía
consumiendo. Pasó el tiempo, y en el trabajo cada vez perdía más clientes, pero
como todavía le quedaban algunos, siguió consumiendo. Su esposa ya no podía
más, pero como todavía le quería y le perdonaba y aún le apoyaba, seguía
consumiendo. A medida que seguía consumiendo perdía amigos y clientes, pero
como todavía le quedaban algunos amigos, varios clientes, y la familia lo
aguantaba en algunas ocasiones y su mujer no le abandonaba, seguía consumiendo.
Un día, su hijo se puso muy enfermo. Se llevó malito mucho tiempo, pero como no
empeoraba, se organizaba para poder estar con él en el hospital y consumir después.
Una noche, después de estar con su hijo en el hospital, se fue a casa solo,
porque su mujer se quedó a dormir con el niño. Llegó a casa, bebió y se metió cocaína. Al cabo de un rato
de estar consumiendo, sonó el teléfono y su mujer le dijo que se fuera al
hospital porque el niño había empeorado. Cuando llego al hospital, su hijo se
estaba muriendo. Esa noche, su hijo murió entre sus brazos, mientras él todavía
estaba bajo los efectos de la cocaína y el alcohol. Ese día, ese hombre perdió su
dignidad para siempre. Todavía regresa todas las noches a ese hospital donde
murió su hijo, para intentar recuperar la dignidad que perdió ese día. Ese
hombre soy yo, Esteban.
El
grupo se quedó en silencio durante algún tiempo. Félix tenía la mirada perdida.
Todos permanecimos en silencio hasta que el terapeuta le dio las gracias a
Félix y me dio la palabra.
–Antes
de nada me gustaría agradecer a Félix su historia. Agradecérselo de corazón,
porque me ha permitido conectar con todas las veces que yo he perdido mi
dignidad. Todas las veces que no quería recordar, pero que están muy presentes
en cada paso que doy. Mira Esteban, yo también me creía que tenía todo
controlado, como Félix y como todos. Yo me caído borracho encima de mis hijos
por la noche cuando iba a darles un beso y se han puesto a llorar. Yo me los he
llevado a un bar y me he emborrachado y me han llamado la atención por estar
con mis hijos en esa situación. Me han pegado muchas veces en los bares por
molestar y ponerme chulo. Me ha dejado mi mujer y como Félix, he perdido amigos
y trabajo, pero paré antes de perderlo todo. Yo también he creído que los
adictos eran los otros y me he creído más listo que los demás. Yo solo bebía
los fines de semana. No te creas que para ser adicto hay que consumir todos los
días o estar aparcando coches. Eres adicto si tu consumo te provoca problemas y
aun así sigues consumiendo. Cada uno después tendrá la frecuencia y el patrón
de consumo que tenga, pero a todos nos une esa característica que te he dicho
antes. Mira, yo conocí a una adicta que solo consumía alcohol unas pocas veces
al año, pero cuando consumía podía destrozar su vida. Ella lo sabía y aun así
seguía consumiendo ese par de veces al año. Eso es la adicción y todo lo demás
son inventos y excusas que nos queremos creer para poder seguir consumiendo. Tú
haz lo que quieras, pero aquí ya te estamos diciendo todos donde vas acabar si sigues así.
Salí
de la terapia a las siete de la tarde y comencé a caminar. Estuve caminando
hasta que me encontré en la puerta de un bar con Javier. Javier era uno de los
amigos con los que yo solía beber antes.
–
¡Estás perdido! –Me dijo Javier –. ¿Una caña?
–
No Javi. Tengo prisa.
–
Joder para una caña siempre hay tiempo. –Se dio media vuelta y se metió para
dentro del bar para pedir una cerveza. Yo le agarré del brazo y le dije: “Te he
dicho que no quiero una cerveza. Me tengo que ir”. Me di media vuelta y me fui
de allí sin decirle adiós. Seguí caminando y escuché como decía en voz alta:
“Será imbécil el mierda ese”. Me paré en un quiosco y me compré un paquete de
tabaco. La quiosquera era una joven con un piercing en la nariz y estaba
escuchando a todo volumen regatón. Tenía unos enormes pechos y no llevaba
sujetador. No era guapa pero tenía cara de puta y se le trasparentaban a través
de la camiseta blanca unos pezones como galletas. Se estaba tomando una lata de
cerveza cruzcampo al mismo tiempo que mascaba chicle con la boca abierta y
hacía globitos con la boca. Un globo estalló y se le quedó el chicle pegado a
unos labios grandes y carnosos. Sacó la lengua pero no pudo quitarse todo el
chicle de los labios y se ayudó con la mano. Entonces pude ver las uñas
postizas de porcelana de color negro decoradas con lunares. Me quedé varios
segundos mirándola con el tabaco entre las manos sin reaccionar hasta que ella
me dijo: “¿Te gusto o qué?”. Se rió y mirándome le pegó otro trago a la cerveza
y rebañó la espuma de los labios con la lengua y añadió: “Pringao”. Me fui y me
senté en un banco que había en la acera. Permanecí allí sentado una media hora
hasta que me levanté y reanudé mi marcha. Entré en una peluquería. El
establecimiento estaba vacío de clientes y
había tres peluqueras. Las tres peluqueras también tenían piercings y
uñas de porcelana, pero no tenían las tetas de la quiosquera ni mascaban
chicle. Me quedé en la puerta de la peluquería mirándolas hasta que una de
ellas se me acercó y me dijo:
–
Buenas noches. ¿Desea algo?–Llevaba una bata blanca y tenía el pelo muy corto.
Como era navidad tenían una botella de anís para los clientes. – ¿Una copita de
anís?– Ante la pregunta me quedé callado, esperé unos segundos y añadí: “!
Manda huevos la cosa!”. Ella abrió la boca y me dijo: “¿Perdón?”. Y dije: “Nada,
perdona, cosa mías”.
–
Quiero que me pasen la máquina. ¿Cuánto cuesta?
–
Doce euros.
–
Bueno, yo tengo muy poco pelo –le dije, mientras me pasaba la mano por la
cabeza. – Yo no quiero que me laven la cabeza ni nada, solo raparme.
–
Bueno es que el corte de pelo masculino son quince euros con el lavado de pelo
incluido. Si no quiere no le lavo el pelo, pero el servicio son quince euros. –
Dijo la peluquera mientras se tocaba las uñas de porcelana.
–
Bueno, mejor sí quiero que me lave el pelo. – ¿Me siento allí?
Me
senté en uno de los sillones y me recliné. Cuando terminó de raparme, se puso a
lavarme el pelo con sus uñas de porcelana y se me puso dura. Entonces entró un
hombre en la peluquería. El hombre estaba borracho y se echó una copita de la
botella de anís. Se me acercó tambaleándose con un vaso en la mano y me echó
una copita de anís. “Toma compadre” –me dijo. Le miré y dije: “Manda huevos”.
–
No gracias. Yo no bebo. –El hombre me miró, me señaló y dijo partiéndose de risa:
–
¡Qué no bebe, dice! ¡Qué bueno! ¡Eso no te lo crees ni tú! –una de las
peluqueras salió de la peluquería y llamo al vigilante. La vigilante entró. Era
una rubia muy fea. Cuando el borracho vio a la vigilante rubia se puso a
señalarla también y dijo:
–
Cuidado, cuidado que viene la autoridad. Todo el mundo a callarse. –La
vigilante se le acercó y le dijo que tenía que marcharse de la peluquería o
llamaba a la policía. El borracho se fue y yo también. Cogí la única línea de
metro que hay en Sevilla y me monté sin saber muy bien a donde iba. Había
carteles de cruzcampo por todas partes. “Todos necesitamos el Sur para no
perder el Norte”. Y fotos de cervezas frías y doradas. El metro me llevó hasta
Montequinto. Me bajé y lo cogí otra vez de vuelta. Fui al Prado de San
Sebastián y cogí el metrocentro. Me metí en La Catedral de Sevilla. Daban misa
y me quedé. Comulgué. Después caminé hasta la Plaza del Salvador y me pedí una
cerveza. Me quedé mirándola un rato pero no me la tomé y me largué de allí.
Bajando por la calle Alfonso XII me paré en la plaza del museo y me senté a
charlar con unos vagabundos que estaban allí. Uno de ellos decía que la plaza
era el Jardín de la alegría y que a mí me había mandado al jardín su hermano
mayor. Estaba todo el tiempo hablando de Cristo, decía que era su hermano.
Había tenido un accidente de moto y no podía casi andar pero decía que un día
Cristo se le apareció una noche cuando estaba sentado en su silla de ruedas y
le dijo que anduviera y él se levantó. Les pregunté por sus vidas y casi todos
tenían una vida anterior normal y corriente. Alguno fue médico y todos habían
estado casados y tenían hijos. Estaban contentos, por lo menos aquella noche.
Me pasaron vino peleón pero lo rechacé. Seguí caminando y llegué hasta el Avenida
Cinco Multicines y me metí a ver una película: “Días de pesca en El Yemen”. Me
compré una coca cola grande y palomitas grandes. Antes me fumé un porro. Estuve
a punto de quedarme dormido pero no lo hice. Viendo la película decidí irme a
la Playa de Bolonia a vivir una temporada.
Salí
de la casa para dar un paseo por la playa con Morfeo. Morfeo se había
acostumbrado a salir de paseo conmigo por la playa como si fuera un perro pero
comportándose como un gato. Morfeo se paró y empezó a oler y darle mordisquitos
a un pescado que había muerto en la orilla. Le esperé a que se cansara y
seguimos caminando por la arena. Me paré y escribí con un palo en la arena la
frase: “Cambio, luego existo”. Vino una ola y borró la frase. Sonreí y volví a
caminar. A lo lejos venía caminando hacia mí una mujer con un perro. A medida
que se iba acercando la mujer y el perro me recordaban a Estibaliz con su
galgo. Había conocido a Estibaliz hacía un año en una página de contactos por
internet. En su perfil decía que si estabas buscando una madre para tus hijos
que no te molestaras en contactar con ella. También ponía, dirigiéndose a los
posibles candidatos, que cuando maduráramos nos esperaría en los columpios.
Estibaliz era de Granada. El primer día que nos conocimos quedamos en Sevilla y
yo me presenté borracho. Nos fuimos a pasear al Parque de María Luisa y me tomé
una coca cola. Ya paseábamos de la mano ese primer día. Cuando anocheció,
cenamos algo por el centro y seguí bebiendo. Yo estaba borracho pero también
estaba agradable. Nos tomamos unas tapas en la barra de una cervecería y la
besaba continuamente a la vista de un grupo de pijos sevillanos que estaban con
sus mujeres y los niños. Los padres estaban más atentos a nuestros morreos que
a sus hijos. –No eran Estibaliz y su galgo. Me dijo que vendría otra vez a
Bolonia a verme, pero yo no sabía nunca cuando iba a aparecer. Ella tenía unas
llaves de la casa y aparecía por allí y se quedaba unos días conmigo–. Esa
noche la terminé en la habitación de su hotel mordiéndole el cuello mientras le
sujetaba firmemente por el pelo de detrás de la nuca.
Cuando
terminó la película regresé a casa. Abrí la puerta y me recibió Morfeo
mordisqueándome los tobillos. Abrí la nevera y lo primero que vi fue una lata
de cerveza que le había sobrado a Estibaliz la última vez que estuvo en casa.
Permanecí varios segundos con la nevera abierta mirando la lata de cerveza
hasta que sonó el pitido avisándome de que la puerta estaba abierta. Empujé la
lata hasta el fondo y la puse detrás de un litro de leche. Puse agua a hervir
para tomarme un té y encendí velas por toda la casa. Me preparé un baño con la
luz apagada y las velas encendidas y comencé a tocarme. Me acaricié todo el
cuerpo y me di un masaje en el glande acariciándome con la yema del dedo gordo
con movimientos suaves y circulares. Me masturbé a base de caricias y
movimientos lentos y siempre paraba antes de eyacular. Cuando me venía el
calambre del orgasmo, paraba y respiraba, cortando la eyaculación y moviendo la
energía que provocaba el orgasmo por todo el cuerpo. Me subía desde el pene
hasta la espalda y sentía como me recorría todo el cuerpo. Morfeo me miraba muy
atento con las patitas subidas en el borde de la bañera. Después él se
recostaba sobre la alfombra del baño y ronroneaba mientras se succionaba la
cola. Salí de la bañera, fui al salón y me senté en el zafú veinte minutos a
meditar. Cuando terminé la meditación me senté en el ordenador y puse en
google: “Casas de alquiler playa de Bolonia”. Encontré una casita que estaba
situada sobre la arena de la playa. Tenía un pequeño jardín delantero con un
banco, una hamaca y una mesita. Llamé al teléfono que ponía el anuncio, hablé
con el dueño y se la alquilé por un año. Me iría al día siguiente. Cuando avisé
a Estibaliz y a mi familia ya estaba establecido en la casita de Bolonia.
Morfeo
y el galgo de la mujer se pusieron a jugar. La chica tendría unos treinta años.
Parecía extranjera. En la playa no había nadie excepto nosotros dos, el gato,
el perro y las vacas. Nos quedamos mirándonos, me acerqué y la besé. Ella no me
dijo nada, me cogió de la mano y
continuamos paseando. Cuando llevábamos un rato caminando me preguntó:
–
¿Cómo te llamas?
–
Miguel –respondí– ¿Y tú?
–
Annika –dijo ella– ¿Vives aquí?
–
Ahora sí. ¿Y tú de dónde eres?
–
Soy de Bremen, pero no pienso volver allí. Éste es mi sitio.
–
Bolonia también es mi sitio. Pero yo si vuelvo a Sevilla de vez en cuando.
–
¿Eres de Sevilla? –Preguntó Annika con una sonrisa en los labios. –Yo a Sevilla
también voy mucho. Me encanta Triana. Cada vez que puedo me escapo unos días y
me voy a casa de una amiga que tiene una casa en la calle Betis. Nos lo pasamos
muy bien allí. Cuando me canso de estar con gente y he conseguido vender
algunos cuadros, vuelvo aquí y ya está.
–
¿Eres pintora?
–
Sí. Imparto un taller de pintura en Tarifa. Con el taller y algunos cuadros que
vendo me voy manteniendo.
–
Yo soy escritor. También daba un taller de escritura en Triana, pero lo dejé
para venirme aquí.
–
¿Eres escritor? ¿Qué escribes?
–
Poesía y relatos. Vendo poco, pero me dedico también a restaurar casas aquí en
Bolonia y en Tarifa y de eso voy tirando bien. Aquí no hace falta mucho para
vivir. Paciencia para el silencio y no tener miedo a uno mismo. – ¿Te vienes a
cenar a mi casa?
–
Sí, hoy vamos a pasar la noche juntos. Me gustas Miguel.
–
Y tú a mí, Annika.
Paseamos
en dirección a mi casa en silencio y despacio. Solo nos parábamos para besarnos
y mirarnos. Su galgo y mi gato corrían y jugaban por la playa. Se llevaban
bien. Cuando entramos en la casa encendí la chimenea y nos desnudamos.
Estuvimos acariciándonos y respirando boca con boca sincronizados durante mucho
tiempo. De repente la puerta de la casa se abrió. Era Estibaliz. Se quedó en
silencio mirándonos. Se quitó los zapatos y dejó su bolsa sobre una silla.
Nadie decía nada. Llevaba un chaleco grande de lana rojo que le caía dejando el
hombro al descubierto. Se acercó a nosotros y se desnudó. Primero le besó a
ella. Después me miró y me dijo: “No pasa nada. Está todo bien. Me parece buena
idea. Una fiesta sorpresa. Y se rió”. Se sirvió champán del que estaba bebiendo
Annika y me besó. Estuvimos toda la noche los tres juntos. Yo siempre paraba un
poco antes de eyacular y repartía el gusto del orgasmo por todo el cuerpo. Esa
energía pasaba también a ellas y circulaba entre los tres. Annika y Estibaliz
se quedaron dormidas un poco antes del amanecer. Yo me levanté con una manta
enrollada al cuerpo y salí de la casa para ver la salida del sol. Miré a través
de la ventana y las vi desnudas en la cama abrazadas la una a la otra. Cuando
volví a mirar al horizonte ya estaba asomando el sol por encima del mar. Saltó
el levante y me cayeron unas gotitas de agua del cielo. “ Cambio, luego existo”, dije.