martes, 27 de enero de 2015

¿CONOCES A TU MUJER?


Carlos y Juan eran amigos desde siempre.  Carlos trabajaba diez horas al día como arquitecto, contratado por un estudio de arquitectura y cobraba mil doscientos euros al mes. Juan era abogado y se pasaba todo el día echando horas en un bufete para lograr llegar a los mil quinientos euros mensuales. Los dos estaban casados. La mujer de Juan era ama de casa y la de Carlos era arquitecto como él. Todos rondaban la cuarentena y ambos matrimonios tenían hijos.  Todos los viernes quedaban al mediodía para tomar unas cañas en “la cervecería más fría del mundo”.

Las dos primeras cervezas eran de protocolo, a partir de la tercera entraban en materia.

        Quillo, Juanillo. Te juro que estoy hasta los huevos –dijo Carlos.

        Yo sí que estoy hasta los huevos. El mierda de mi jefe está todo el día dándome por el culo. Últimamente tengo que hacer todas las gestiones que su mujer le manda. ¿Tú crees que yo estoy para hacer los papeleos de su mujer? Ese tío, como no le echa huevos a la parienta, se pasa todo el día con un humor de perros, pagándolo con todo el mundo.

 

Carlos se atragantó con la cerveza al reírse. Levantó la mano para pedir otra y se sacó tabaco de liar de su bolso de cuero.

 

        Juanillo, si no mandas en tu casa quieres mandar mucho fuera.

        Desde luego yo a mi mujer no le paso ni una. Si hay que hacer algún papeleo en casa, lo hace ella, que para eso estoy todo el día currando y ella tocándose el coño.  Como a una mujer no la pares te come el terreno. Empiezas por claudicar en cosas pequeñas todos los días y terminan tirándose a cualquiera. Yo lo tengo claro, en casa se hace lo que yo diga y punto. Vaya par de lobas que hay allí. – Enfrente de ellos, había un par de morenas más jóvenes que ellos charlando. Se estaban tomando un par de cervezas y una tapa de puntillitas.

        Sí, no están mal –dijo Carlos.

        ¡Que no están mal! La de la derecha te arruina la vida en un rato. ¡Vaya bicho! – dijo Juan –Juan llevaba el pelo engominado y patillas. Un reloj caro y un polo de Ralph Lauren. Unos pantalones chinos y unos zapatos náuticos. Se rascaba los huevos continuamente por dentro de los bolsillos del pantalón.

        Te la arruinará a ti porque desde luego a mí no. – Carlos llevaba pantalones vaqueros y camiseta. Tenía pulseras de cuero en la muñeca y unas botas de piel de media altura.

        ¡Tú eres maricón! No hay más que verte con Sandra. Todo el día detrás de ella haciendo su santa voluntad. Tú sigue así, que veras que rápido te deja por otro. Ya te he dicho mil veces, que a las tías lo que les gusta de verdad es que la tengan a raya.

        Ya, y tú tienes a raya a Lucía. Eres todo un machote –dijo Carlos, mientras se terminaba de hacer el cigarro de liar. 

        Tú ríete. Pero tengo razón. Por ejemplo, en el sexo lo que les gusta es que seamos unos salvajes y unos guarros. Y conste, que no estoy diciendo que a mi Lucía le gusté así. Lucía es una santa. No es ninguna puta. Pero casi todas son así. Si no nos las follamos como es debido, al final se buscan a otro para que se las follen de verdad – dijo Juan, mientras se reía y se tocaba los huevos. Esta vez por fuera de los pantalones.

        Sí y no –dijo Carlos.

        ¿Cómo que sí y no? ¿Qué coño significa eso?

        Lo que digo es que follárselas en plan salvaje está bien, pero que eso no eso no es todo. El sexo es mucho más. Lo hagas como lo hagas, hay que estar presente.

        ¿Estar qué? ¿Presente? ¡Vete a tomar por culo! Presente mi polla. Esa sí que está presente. – dijo Juan. Cogió un marlboro y lo encendió con su mechero zippo. Carlos lo miró y no le contestó. Se fue hacia dentro de la cervecería para ir al baño y Juan se quedó solo. Miró a las dos morenas y se acercó a ellas.

        ¡Qué tal guapas! – le dijo Juan a las chicas.

        ¡Piérdete capullo! –le dijeron las dos morenas a Juan. Juan volvió al sitio donde estaba con Carlos que todavía no había regresado del baño. Carlos llegó con dos cervezas más.

        ¿Por dónde íbamos, Juanillo? Mientras estaba en el baño seguro que no has parado de mirar a las dos morenas.

        ¿Qué dices? Paso de esas dos golfas.

        ¿Pero no estaban tan buenas?

        ¡Qué va! Me he fijado mejor y son dos canis. Pasa de ellas. Lo que te estaba diciendo es que a las tías hay que follárselas de verdad. Sin miramientos. Y eso de estar presentes son una más de tus chorradas. No sé lo que quiere decir eso de estar presente. Estoy follando y punto –dijo Juan.

        Me parece que el que no se entera de nada eres tú. Estar presente es estar en lo que se está y no en otra cosa. No dejar que la polla y la excitación te controlen. No usar a la otra persona solo para correrte. Respirar y estar presente con todo tu ser.

        ¡Tú eres gilipollas! – dijo Juan, mientras se reía señalando a Carlos con el dedo y daba golpes en el banco alto donde tomaban las cervezas. –  De verdad que no eres más tonto porque no te entrenas. Tú sigue follándote a Sandra respirando, verás que rápido te pone los cuernos. No tienes ni puta idea de mujeres Carlos. De arquitectura sabrás mucho pero de tías estás frito.

        Lo que tú digas juan. Tú eres el machote.

 

Juan vivía en un adosado a las afueras de Sevilla. Tenía dos hijos, de seis y ocho años. El colegio de los niños era privado y caro. Aquel día llegó a su casa a las diez de la noche. La familia de su mujer, Lucía, era rica. Los Artachi tenían hoteles, y entre sus miembros, habían numerosos personajes de mucha relevancia entre la sociedad sevillana. La familia de Juan era una más de las miles de familias de clase media que había en Sevilla.

Juan aparcó el coche en el garaje y se quedó dentro escuchando en la radio del coche el partido de fútbol que jugaba el Betis contra el Levante. Lucía entro en el garaje y golpeo con los nudillos el cristal lateral del coche donde estaba Juan dormido.

 

        ¡Juan!, ¡Juan! Abre, Juan. – Juan levantó la cabeza asustado y abrió la ventanilla del cristal con el elevalunas eléctrico.

        Hola, amor. Me he quedado dormido.

        ¿De dónde vienes, Juan?

        De ver a un cliente, Lucía. Ya conoces algunos clientes. Son muy pesados. No me dejaban irme.

        Hueles a alcohol. ¿Has venido conduciendo desde Sevilla así? Eres un irresponsable – dijo Lucía, mientras movía la cabeza de un lado a otro.

        Nada, nada. Un par de cervezas y una copa. Tenía que acompañar al cliente.

        ¡Tonterías! Mi padre hizo muchos más negocios que tú y jamás lo vi volver a casa bebido. Eres un pringado. Y además, hablas como si el bufete fuera tuyo y no eres ni socio. Entra en casa inmediatamente y haz la cena a los niños que te están esperando para cenar desde las nueve. Te parecerá bonito la clase de padre que tienen. – dijo Lucía, y le dio la espalda entrando en casa. Se paró y se volvió hacia Juan. – ¡Te he dicho que entres en casa!

 

Carlos vivía con Sandra en el centro en un ático de alquiler. Tenían una niña de tres años. Sandra era profesora asociada en la facultad de arquitectura. Cuando Carlos llegó a casa, Sandra no estaba. La llamó por teléfono.

 

        Hola, Sandra. ¿Dónde andas?

        Estoy en la Alameda con Rober. – Rober fue novio de Sandra. Era pintor y escultor.

        ¿Con Rober? ¿Y eso? ¿Y la niña dónde está?

        La niña está con mi madre.

        ¿Cómo que estás con Rober?

        Me llamó. Hacía tiempo que no nos veíamos. Se me apetecía.

        ¿Dónde estáis? Dime, y voy para allí.

        No, no. Déjalo chico. Me llamó para contarme una cosa que le preocupa. No pega que te vengas. ¿Vale? No te preocupes. Después iré por casa. Un beso.

        Bueno, como quieras. Un beso, niña. Muá.

 

Carlos colgó el teléfono y fue a pegarse una ducha. Cuando salió no encontraba ningún calzoncillo. Después de buscar sin éxito por toda la casa, abrió el cajón donde estaba la ropa interior de Sandra. Al fondo del cajón, debajo de un camisón, encontró un sobre blanco. Abrió el sobre y vio una tarjeta plastificada. Ponía: “Club Espejo”. En la tarjeta había una foto de una sala con una cama negra con cadenas. Se le calló la tarjeta al suelo, la recogió, se sentó en la cama y se puso a llorar.

 

Cuando Juan entró en casa, hizo la cena a los niños, recogió la mesa y los llevó a su cuarto a dormir. Al terminar, se duchó y fue a la cocina donde estaba Lucía sentada en la mesa pelando unas habas y escuchando la radio. Se puso una copa de vino y se sentó delante de ella. Lucía estaba triste.

 

        Juan, escúchame con atención lo que voy a decirte porque es lo más importante y sincero que te he dicho jamás. Yo te quiero, Juan. Y quiero a los niños. Me gusta mi familia. Pero hay algunas cosas que tienes que saber. Tenemos que cambiar nuestra relación o yo me iré. Se supone que tengo todo lo que una mujer necesita; una familia que me gusta, un hombre guapo al que quiero y una bonita casa. Pero nada de esto es suficiente sino soy capaz de verme en ti. Si no te tengo a ti. No veo en tus ojos cuando me miras a la mujer que hay dentro de mí. En tus ojos veo alguien que no conozco. Cuando me besas tus besos están vacíos.  Cuando me comes el coño lo haces por mí y no por ti, y tu lengua está muerta. No soy capaz de amarte como realmente quiero amarte. Tengo miedo. Miedo al rechazo y a la incomprensión. Miedo a que pienses que soy una guarra. ¡Pues si! ¡También soy una guarra! Sé que tú tienes dentro al hombre que yo quiero. Sé que dentro de ti está ese hombre que ama a venus. Libérate. Liberémonos o este muro nos separará para siempre. Déjame que me abra para ti, descubrirte al hombre poderoso que tienes dentro. Permíteme sacar a la mujer salvaje que me desgarra por dentro y que se ahoga. Busquemos los dos nuestras almas. Sin límites, sin vergüenza, sin barreras. Te amo, Juan, pero hasta aquí hemos llegado sin nosotros y a partir de ahora seguiremos con nosotros. Eres más poderoso de lo que te puedes imaginar. Tienes toda la fuerza del universo en tu interior. Déjame descubrirla y mostrártela. Mirémonos y follemos de verdad. Volvámonos locos con nuestro cuerpo. Entrégate a mí por completo. Te echo mucho de menos. Sé que una parte de ti ahora mismo me está comprendiendo y se muere de ganas de mostrarse. Amor mío, te quiero. Di algo, Juan.

 

Juan no paraba de mirar a Lucía. Estuvo callado, mirándola, varios minutos. Lucía se acercó a Juan sin decir nada y se sentó sobre él posando su boca abierta sobre sus labios. Se quedó así respirando y sollozando varios minutos. Después sacó su lengua, primero lenta y suave, después de una manera salvaje, la pasó una y otra vez sobre sus labios. Le escupió. Él le cogió de la cara firmemente y la apretó hasta que ella sacó la lengua y entonces él la succionó con su boca. Le sacó un pecho por encima del blusón y lo dejó caer. Lo miró sujetándolo con una mano y chupó el pezón hasta que le salió leche. La tumbó en el suelo de la cocina y le llevó las manos hacia atrás, juntas, mientras él se las sujetaba con una mano. Se quedaron mirando unos segundos y ella dijo: “Métemela cabrón”, “Métemela hasta el fondo de mi ser”. Él se sujetó la polla y le introdujo el glande. Se quedó ahí parado y comenzó a respirar. Ella volvió a decir: “Métemela”. Juan la volvió a sacar, la miró, y se la metió con fuerza. Se quedó parado con la polla metida hasta los límites.

 

Carlos paró el coche junto al club “Espejo”. Cogió la botella de White Label y le dio un trago. Se quedó mirando la puerta durante un buen rato. Entraron dos mujeres orientales. En la puerta había un portero de raza negra enorme. “No me dejará entrar”. Salió del coche y se dirigió a la calle de atrás donde él sabía que había putas de la calle. Eligió a la que tenía mejor pinta y le ofreció doscientos euros para que le acompañara al club. Cuando llegaron a la puerta el negro les paró y le dijo que la entrada para hombres era de sesenta euros. Le pagó y entraron. Era una sala de pequeño tamaño con una barra, varios sofás, poca luz y una cama negra con cadenas. Sobre la cama y en las paredes había enormes espejos. En las paredes había colgadas caretas, fustas, látigos, pinzas, bolas chinas; objetos e instrumentos sadomasoquistas de varias clases. Carlos se puso una careta. Mientras se bebía la consumición de whisky que daban con la entrada, la puta que le acompañaba le tocaba el paquete, bebía y le besaba por todas partes. En el local, había siete mujeres y solo tres hombres. Encima de la barra cogió una tarjeta que ponía: “Día de participación libre”. Le preguntó al camarero que significaba “día de participación libre” y le dijo que cualquier cliente se podía tumbar en la cama para que quien quisiera pudiera acercarse a jugar. Al rato, una de las mujeres con careta que estaba sentada sola en uno de los sofás, se acercó a la cama y se tumbó. Otra mujer se acercó y la desnudó. Le encadenó los brazos y las piernas y comenzó a besarla mientras le tiraba de los pelos. El espectáculo duró cerca de dos horas. Cuando terminó, la mujer de la cama se acercó a la barra y se quitó la careta. A Carlos se le cayó la copa al suelo.

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