jueves, 26 de febrero de 2015

MIS HIJOS SIN MÍ


Destruido el ego,
he mirado a mis hijos
con una mirada nueva.
Han aparecido libres de mí,
gigantes de luz,
quizá más viejos que yo,
y más sabios.
Yo solo soy su padre.
Ellos aprenden de mí
unas cosas y yo aprendo otras.
Pero si es verdad
que daría mi vida por ellos.
Por otra parte,
eso ya
lo hacen muchas otras especies.
He mirado a mis hijos
con una mirada nueva.
Para verlos enteros,

                                         me he retirado.

Me olvidé de mis miedos
y de mis deseos.
Me he ocultado
sin proyectarme en ellos,
libres de mi ojo;
saturado de mí.
He mirado a mis hijos
con una mirada nueva.
Antes tuve que mirarme a mí mismo,
libre de mi ojo.



lunes, 23 de febrero de 2015

CAMBIO, LUEGO EXISTO




Hoy es el día trescientos. Trescientos días sin beber. Hace ya trescientos días que me vine a Bolonia. Es jueves, quince de diciembre del año dos mil quince. La casa está sobre la arena de la playa. A través de la ventana veo vacas pastando, entre barrones y tártagos marinos, y el océano atlántico. Hoy no hay viento de levante y el mar está en calma. No me estoy tomando una taza de café. Hace ya tiempo que el té sustituyó al café; la playa al asfalto,  las vacas a las personas y las dunas a los bloques de pisos. Llevo una hora escribiendo sentado frente a la mesa de madera clara que tengo puesta bajo la ventana. No tengo música y solo se escucha el mar. Ya casi  nunca pongo música. Aquí estoy solo, bueno solo no, estoy con mi gato negro Morfeo. Estoy escribiendo sobre el mes diciembre del año dos mil catorce. Justo un año atrás.


En aquel otoño, yo impartía un taller de escritura en el barrio de Triana. Entonces ya llevaba más de dos años separado de Diana. Estaba intentando dejar de beber y escribía mi último libro de poemas. Los jueves por la tarde, asistía a una terapia para adicciones de todo tipo. Éramos un grupo de diez a quince personas, dependiendo de bajas y altas. En el grupo de terapia, estaban representadas casi todo tipo de adicciones; adicción a la bebida, al juego, a la cocaína, al sexo, al cánnabis, al menos estaban todas las adicciones oficiales, porque las otras; a la televisión, al azúcar, a la comida, a la compañía, a las redes sociales y otras muchas, no existían para la sociedad ni para los propios adictos que la sufrían. Esa tarde éramos pocos en el grupo.

–Juan, adicto, treinta días sin consumir.

–Ricardo, adicto, alta.

–Carlos, adicto, Luis, ¿Ochenta días?

–Vamos a ver –dijo el terapeuta, que era otro adicto–, ochenta y tres días, Carlos.

–Dos días –dijo Esteban.

–Félix, adicto, alta.

–Cincuenta días –dije yo.

–Esteban empieza tú –dijo Luis, el terapeuta–. ¿Qué es lo que ha pasado, Esteban?

–Nada. Vamos que he consumido. Entre semana muy bien, pero llegó el fin de semana y me harté. He consumido. –Esteban tenía veinte y pocos años. Era mensajero y hacía poco que le habían echado del trabajo y le había dejado la novia. Tenía las manos entre los muslos y no paraba de mover los pies de arriba abajo–. ­Alcohol y cocaína. No he parado en todo el fin de semana.

– ¿Y el dinero? –Preguntó el terapeuta–. Vamos, que a mí me ha dicho un pajarito que hay más de lo que estás contando.

–Le quité la tarjeta a mi padre –dijo Esteban.

–Ahhh. ¿Y? ¿Qué piensas hacer, Esteban? –Dijo el terapeuta–. ¿Tú para qué vienes aquí, Esteban?

–Yo lo intento. No quiero consumir, pero llega el fin de semana y no sé lo que me pasa, pero no puedo evitarlo. Me entra el mono y tengo que salir por ahí.

– ¿El mono? ¡Y una mierda! –dijo Carlos. Carlos llevaba sin beber más de cinco años. Estaba de alta pero seguía yendo todos los lunes sin falta–. Tú no tienes ni puta idea de lo que es pasar el mono. Mono el que tuvo que pasar el menda encerrado entre cuatro paredes –Carlos se golpeaba el pecho y hablaba en voz alta–. No tienes ni puta idea. ¿Sabes lo que creo? Tú te crees que aquí somos todos tontos. Tú no quieres dejar de consumir. Te voy a decir una cosa. Tú has consumido porque te ha dado la gana. Piensas que eres el más listo y aquí todos estamos equivocados. ¿Pero, a quién vas a engañar? Te engañarás a ti mismo porque, te digo una cosa, no vas a engañar a nadie de los que estamos aquí. En esto no, desde luego. A mí me puede coger el toro, y a cualquiera de aquí, pero el toro tiene que tener once cuernos para cogerme. ¡Venga ya! ¡El mono! Tú no has tenido mono en tu vida, lo que te pasa a ti, es que vienes aquí para tapar bocas. Solo para eso. Pero yo te voy a decir dónde vas terminar tú. Puedo equivocarme en matices. Pero tú terminas con el pijama de pino. No hay otra. Ya has perdido el trabajo y la novia. Después vendrán los amigos. Al final ni tu familia querrá saber nada de ti. Eso si no te pegan un navajazo antes o terminas en la cárcel. Esto solo tiene un final. Pero tú te crees más listo que los demás. “Los adictos son los otros, yo no”. Te voy a decir otra cosa. Por lo menos sé sincero y no te engañes y no engañes a nadie más. Toma una decisión. Si quieres seguir consumiendo, consume. Pero sé honrado contigo mismo y con los demás.

–Yo te voy a contar una historia –le dijo Félix a Esteban. Yo conocí a alguien como tú que creía que tenía todo controlado. Tenía un buen trabajo, una esposa guapa que le quería, familia y muchos amigos, y como todo le iba bien, seguía consumiendo. Con el tiempo fue perdiendo algunos amigos, pero como todavía seguía teniendo algunos amigos y seguía con el trabajo, su familia y su esposa, seguía consumiendo. Pasó el tiempo, y en el trabajo cada vez perdía más clientes, pero como todavía le quedaban algunos, siguió consumiendo. Su esposa ya no podía más, pero como todavía le quería y le perdonaba y aún le apoyaba, seguía consumiendo. A medida que seguía consumiendo perdía amigos y clientes, pero como todavía le quedaban algunos amigos, varios clientes, y la familia lo aguantaba en algunas ocasiones y su mujer no le abandonaba, seguía consumiendo. Un día, su hijo se puso muy enfermo. Se llevó malito mucho tiempo, pero como no empeoraba, se organizaba para poder estar con él en el hospital y consumir después. Una noche, después de estar con su hijo en el hospital, se fue a casa solo, porque su mujer se quedó a dormir con el niño. Llegó a casa,  bebió y se metió cocaína. Al cabo de un rato de estar consumiendo, sonó el teléfono y su mujer le dijo que se fuera al hospital porque el niño había empeorado. Cuando llego al hospital, su hijo se estaba muriendo. Esa noche, su hijo murió entre sus brazos, mientras él todavía estaba bajo los efectos de la cocaína y el alcohol. Ese día, ese hombre perdió su dignidad para siempre. Todavía regresa todas las noches a ese hospital donde murió su hijo, para intentar recuperar la dignidad que perdió ese día. Ese hombre soy yo, Esteban.

El grupo se quedó en silencio durante algún tiempo. Félix tenía la mirada perdida. Todos permanecimos en silencio hasta que el terapeuta le dio las gracias a Félix y me dio la palabra.

–Antes de nada me gustaría agradecer a Félix su historia. Agradecérselo de corazón, porque me ha permitido conectar con todas las veces que yo he perdido mi dignidad. Todas las veces que no quería recordar, pero que están muy presentes en cada paso que doy. Mira Esteban, yo también me creía que tenía todo controlado, como Félix y como todos. Yo me caído borracho encima de mis hijos por la noche cuando iba a darles un beso y se han puesto a llorar. Yo me los he llevado a un bar y me he emborrachado y me han llamado la atención por estar con mis hijos en esa situación. Me han pegado muchas veces en los bares por molestar y ponerme chulo. Me ha dejado mi mujer y como Félix, he perdido amigos y trabajo, pero paré antes de perderlo todo. Yo también he creído que los adictos eran los otros y me he creído más listo que los demás. Yo solo bebía los fines de semana. No te creas que para ser adicto hay que consumir todos los días o estar aparcando coches. Eres adicto si tu consumo te provoca problemas y aun así sigues consumiendo. Cada uno después tendrá la frecuencia y el patrón de consumo que tenga, pero a todos nos une esa característica que te he dicho antes. Mira, yo conocí a una adicta que solo consumía alcohol unas pocas veces al año, pero cuando consumía podía destrozar su vida. Ella lo sabía y aun así seguía consumiendo ese par de veces al año. Eso es la adicción y todo lo demás son inventos y excusas que nos queremos creer para poder seguir consumiendo. Tú haz lo que quieras, pero aquí ya te estamos diciendo todos  donde vas acabar si sigues así.

Salí de la terapia a las siete de la tarde y comencé a caminar. Estuve caminando hasta que me encontré en la puerta de un bar con Javier. Javier era uno de los amigos con los que yo solía beber antes.

– ¡Estás perdido! –Me dijo Javier –. ¿Una caña?

– No Javi. Tengo prisa.

– Joder para una caña siempre hay tiempo. –Se dio media vuelta y se metió para dentro del bar para pedir una cerveza. Yo le agarré del brazo y le dije: “Te he dicho que no quiero una cerveza. Me tengo que ir”. Me di media vuelta y me fui de allí sin decirle adiós. Seguí caminando y escuché como decía en voz alta: “Será imbécil el mierda ese”. Me paré en un quiosco y me compré un paquete de tabaco. La quiosquera era una joven con un piercing en la nariz y estaba escuchando a todo volumen regatón. Tenía unos enormes pechos y no llevaba sujetador. No era guapa pero tenía cara de puta y se le trasparentaban a través de la camiseta blanca unos pezones como galletas. Se estaba tomando una lata de cerveza cruzcampo al mismo tiempo que mascaba chicle con la boca abierta y hacía globitos con la boca. Un globo estalló y se le quedó el chicle pegado a unos labios grandes y carnosos. Sacó la lengua pero no pudo quitarse todo el chicle de los labios y se ayudó con la mano. Entonces pude ver las uñas postizas de porcelana de color negro decoradas con lunares. Me quedé varios segundos mirándola con el tabaco entre las manos sin reaccionar hasta que ella me dijo: “¿Te gusto o qué?”. Se rió y mirándome le pegó otro trago a la cerveza y rebañó la espuma de los labios con la lengua y añadió: “Pringao”. Me fui y me senté en un banco que había en la acera. Permanecí allí sentado una media hora hasta que me levanté y reanudé mi marcha. Entré en una peluquería. El establecimiento estaba vacío de clientes y  había tres peluqueras. Las tres peluqueras también tenían piercings y uñas de porcelana, pero no tenían las tetas de la quiosquera ni mascaban chicle. Me quedé en la puerta de la peluquería mirándolas hasta que una de ellas se me acercó y me dijo:

– Buenas noches. ¿Desea algo?–Llevaba una bata blanca y tenía el pelo muy corto. Como era navidad tenían una botella de anís para los clientes. – ¿Una copita de anís?– Ante la pregunta me quedé callado, esperé unos segundos y añadí: “! Manda huevos la cosa!”. Ella abrió la boca y me dijo: “¿Perdón?”. Y dije: “Nada, perdona, cosa mías”.

– Quiero que me pasen la máquina. ¿Cuánto cuesta?

– Doce euros.

– Bueno, yo tengo muy poco pelo –le dije, mientras me pasaba la mano por la cabeza. – Yo no quiero que me laven la cabeza ni nada, solo raparme.

– Bueno es que el corte de pelo masculino son quince euros con el lavado de pelo incluido. Si no quiere no le lavo el pelo, pero el servicio son quince euros. – Dijo la peluquera mientras se tocaba las uñas de porcelana.

– Bueno, mejor sí quiero que me lave el pelo. – ¿Me siento allí?

Me senté en uno de los sillones y me recliné. Cuando terminó de raparme, se puso a lavarme el pelo con sus uñas de porcelana y se me puso dura. Entonces entró un hombre en la peluquería. El hombre estaba borracho y se echó una copita de la botella de anís. Se me acercó tambaleándose con un vaso en la mano y me echó una copita de anís. “Toma compadre” –me dijo. Le miré y dije: “Manda huevos”.

– No gracias. Yo no bebo. –El hombre me miró, me señaló y dijo partiéndose de risa:

– ¡Qué no bebe, dice! ¡Qué bueno! ¡Eso no te lo crees ni tú! –una de las peluqueras salió de la peluquería y llamo al vigilante. La vigilante entró. Era una rubia muy fea. Cuando el borracho vio a la vigilante rubia se puso a señalarla también y dijo:

– Cuidado, cuidado que viene la autoridad. Todo el mundo a callarse. –La vigilante se le acercó y le dijo que tenía que marcharse de la peluquería o llamaba a la policía. El borracho se fue y yo también. Cogí la única línea de metro que hay en Sevilla y me monté sin saber muy bien a donde iba. Había carteles de cruzcampo por todas partes. “Todos necesitamos el Sur para no perder el Norte”. Y fotos de cervezas frías y doradas. El metro me llevó hasta Montequinto. Me bajé y lo cogí otra vez de vuelta. Fui al Prado de San Sebastián y cogí el metrocentro. Me metí en La Catedral de Sevilla. Daban misa y me quedé. Comulgué. Después caminé hasta la Plaza del Salvador y me pedí una cerveza. Me quedé mirándola un rato pero no me la tomé y me largué de allí. Bajando por la calle Alfonso XII me paré en la plaza del museo y me senté a charlar con unos vagabundos que estaban allí. Uno de ellos decía que la plaza era el Jardín de la alegría y que a mí me había mandado al jardín su hermano mayor. Estaba todo el tiempo hablando de Cristo, decía que era su hermano. Había tenido un accidente de moto y no podía casi andar pero decía que un día Cristo se le apareció una noche cuando estaba sentado en su silla de ruedas y le dijo que anduviera y él se levantó. Les pregunté por sus vidas y casi todos tenían una vida anterior normal y corriente. Alguno fue médico y todos habían estado casados y tenían hijos. Estaban contentos, por lo menos aquella noche. Me pasaron vino peleón pero lo rechacé. Seguí caminando y llegué hasta el Avenida Cinco Multicines y me metí a ver una película: “Días de pesca en El Yemen”. Me compré una coca cola grande y palomitas grandes. Antes me fumé un porro. Estuve a punto de quedarme dormido pero no lo hice. Viendo la película decidí irme a la Playa de Bolonia a vivir una temporada.

 

Salí de la casa para dar un paseo por la playa con Morfeo. Morfeo se había acostumbrado a salir de paseo conmigo por la playa como si fuera un perro pero comportándose como un gato. Morfeo se paró y empezó a oler y darle mordisquitos a un pescado que había muerto en la orilla. Le esperé a que se cansara y seguimos caminando por la arena. Me paré y escribí con un palo en la arena la frase: “Cambio, luego existo”. Vino una ola y borró la frase. Sonreí y volví a caminar. A lo lejos venía caminando hacia mí una mujer con un perro. A medida que se iba acercando la mujer y el perro me recordaban a Estibaliz con su galgo. Había conocido a Estibaliz hacía un año en una página de contactos por internet. En su perfil decía que si estabas buscando una madre para tus hijos que no te molestaras en contactar con ella. También ponía, dirigiéndose a los posibles candidatos, que cuando maduráramos nos esperaría en los columpios. Estibaliz era de Granada. El primer día que nos conocimos quedamos en Sevilla y yo me presenté borracho. Nos fuimos a pasear al Parque de María Luisa y me tomé una coca cola. Ya paseábamos de la mano ese primer día. Cuando anocheció, cenamos algo por el centro y seguí bebiendo. Yo estaba borracho pero también estaba agradable. Nos tomamos unas tapas en la barra de una cervecería y la besaba continuamente a la vista de un grupo de pijos sevillanos que estaban con sus mujeres y los niños. Los padres estaban más atentos a nuestros morreos que a sus hijos. –No eran Estibaliz y su galgo. Me dijo que vendría otra vez a Bolonia a verme, pero yo no sabía nunca cuando iba a aparecer. Ella tenía unas llaves de la casa y aparecía por allí y se quedaba unos días conmigo–. Esa noche la terminé en la habitación de su hotel mordiéndole el cuello mientras le sujetaba firmemente por el pelo de detrás de la nuca.

 

Cuando terminó la película regresé a casa. Abrí la puerta y me recibió Morfeo mordisqueándome los tobillos. Abrí la nevera y lo primero que vi fue una lata de cerveza que le había sobrado a Estibaliz la última vez que estuvo en casa. Permanecí varios segundos con la nevera abierta mirando la lata de cerveza hasta que sonó el pitido avisándome de que la puerta estaba abierta. Empujé la lata hasta el fondo y la puse detrás de un litro de leche. Puse agua a hervir para tomarme un té y encendí velas por toda la casa. Me preparé un baño con la luz apagada y las velas encendidas y comencé a tocarme. Me acaricié todo el cuerpo y me di un masaje en el glande acariciándome con la yema del dedo gordo con movimientos suaves y circulares. Me masturbé a base de caricias y movimientos lentos y siempre paraba antes de eyacular. Cuando me venía el calambre del orgasmo, paraba y respiraba, cortando la eyaculación y moviendo la energía que provocaba el orgasmo por todo el cuerpo. Me subía desde el pene hasta la espalda y sentía como me recorría todo el cuerpo. Morfeo me miraba muy atento con las patitas subidas en el borde de la bañera. Después él se recostaba sobre la alfombra del baño y ronroneaba mientras se succionaba la cola. Salí de la bañera, fui al salón y me senté en el zafú veinte minutos a meditar. Cuando terminé la meditación me senté en el ordenador y puse en google: “Casas de alquiler playa de Bolonia”. Encontré una casita que estaba situada sobre la arena de la playa. Tenía un pequeño jardín delantero con un banco, una hamaca y una mesita. Llamé al teléfono que ponía el anuncio, hablé con el dueño y se la alquilé por un año. Me iría al día siguiente. Cuando avisé a Estibaliz y a mi familia ya estaba establecido en la casita de Bolonia.

 

Morfeo y el galgo de la mujer se pusieron a jugar. La chica tendría unos treinta años. Parecía extranjera. En la playa no había nadie excepto nosotros dos, el gato, el perro y las vacas. Nos quedamos mirándonos, me acerqué y la besé. Ella no me dijo nada,  me cogió de la mano y continuamos paseando. Cuando llevábamos un rato caminando me preguntó:

– ¿Cómo te llamas?

– Miguel –respondí– ¿Y tú?

– Annika –dijo ella– ¿Vives aquí?

– Ahora sí. ¿Y tú de dónde eres?

– Soy de Bremen, pero no pienso volver allí. Éste es mi sitio. 

– Bolonia también es mi sitio. Pero yo si vuelvo a Sevilla de vez en cuando.

– ¿Eres de Sevilla? –Preguntó Annika con una sonrisa en los labios. –Yo a Sevilla también voy mucho. Me encanta Triana. Cada vez que puedo me escapo unos días y me voy a casa de una amiga que tiene una casa en la calle Betis. Nos lo pasamos muy bien allí. Cuando me canso de estar con gente y he conseguido vender algunos cuadros, vuelvo aquí y ya está.

– ¿Eres pintora?

– Sí. Imparto un taller de pintura en Tarifa. Con el taller y algunos cuadros que vendo me voy manteniendo.

– Yo soy escritor. También daba un taller de escritura en Triana, pero lo dejé para venirme aquí.

– ¿Eres escritor? ¿Qué escribes?

– Poesía y relatos. Vendo poco, pero me dedico también a restaurar casas aquí en Bolonia y en Tarifa y de eso voy tirando bien. Aquí no hace falta mucho para vivir. Paciencia para el silencio y no tener miedo a uno mismo. – ¿Te vienes a cenar a mi casa?

– Sí, hoy vamos a pasar la noche juntos. Me gustas Miguel.

– Y tú a mí, Annika.

Paseamos en dirección a mi casa en silencio y despacio. Solo nos parábamos para besarnos y mirarnos. Su galgo y mi gato corrían y jugaban por la playa. Se llevaban bien. Cuando entramos en la casa encendí la chimenea y nos desnudamos. Estuvimos acariciándonos y respirando boca con boca sincronizados durante mucho tiempo. De repente la puerta de la casa se abrió. Era Estibaliz. Se quedó en silencio mirándonos. Se quitó los zapatos y dejó su bolsa sobre una silla. Nadie decía nada. Llevaba un chaleco grande de lana rojo que le caía dejando el hombro al descubierto. Se acercó a nosotros y se desnudó. Primero le besó a ella. Después me miró y me dijo: “No pasa nada. Está todo bien. Me parece buena idea. Una fiesta sorpresa. Y se rió”. Se sirvió champán del que estaba bebiendo Annika y me besó. Estuvimos toda la noche los tres juntos. Yo siempre paraba un poco antes de eyacular y repartía el gusto del orgasmo por todo el cuerpo. Esa energía pasaba también a ellas y circulaba entre los tres. Annika y Estibaliz se quedaron dormidas un poco antes del amanecer. Yo me levanté con una manta enrollada al cuerpo y salí de la casa para ver la salida del sol. Miré a través de la ventana y las vi desnudas en la cama abrazadas la una a la otra. Cuando volví a mirar al horizonte ya estaba asomando el sol por encima del mar. Saltó el levante y me cayeron unas gotitas de agua del cielo. “ Cambio, luego existo”, dije.

viernes, 13 de febrero de 2015

TIEMPO

 



Para qué las preguntas. Las respuestas para qué.

Olvidé lo que no quería saber.

Sembré de dudas cada paso,

y mis pies pesados de niebla,

resbalaron  deseos inventados.

Imaginé un mundo mejor que éste,

y respiré un aire que no existía,

pero el mundo que se piensa no existe.

En los vómitos de la dispersión,

comí sin saber que comía,

follé cerrado con almas cerradas.

Habitaba un espacio oblicuo,

con un reloj que contaba otra hora.

Para qué los relojes. Las horas para qué.

Sin perder un segundo,

agotado el instante en el instante,

viví una vida sin tiempo.

Desperté un día que no tenía mañana,

con el cerebro bombeando palabras,

y con el corazón pensando sangre.

Me quedé inmóvil en el segundo efímero,

dormido en infinitos de un reloj sin hora.

 
 

 

jueves, 12 de febrero de 2015

MADRE






Llegaré cuando llegue la tarde. Cuando en tus ojos cansados brille el recuerdo. Sé lo que recuerdas por las tardes, madre. Llegaré justo a tiempo para asir tus sueños. Volveremos a pasear por Bolonia, jóvenes, claros y rubios; bajo el cielo azul y el levante. Allí donde nos creció el corazón, madre, y supimos para siempre, me enseñaste para siempre, como se quiere a un hijo. Ahora lo sé madre, ahora yo también soy padre, y sé como se respira una piel, y como se te mete su vida por dentro, invadiéndolo todo, cambiándolo todo, para siempre. Llegaré cuando llegue la tarde, madre, a la orilla donde rompen los años inmortales. Me sonreirás al saber que todo va bien, y verás en los ojos de mis hijos a tus hijos, y volverán aquellos paseos que dabas con papá, al caer la tarde. Llegaré cuando llegue la tarde, y volveremos al jardín, donde tus niños ya jugamos para siempre. Volverán las meriendas y los deberes, la lluvia y el cole, el judo, los  cumpleaños, la costura y el café. Llegaré cuando llegue la tarde, madre. A la hora que siempre volvemos los hijos del cole.