Carlos
y Juan eran amigos desde siempre. Carlos
trabajaba diez horas al día como arquitecto, contratado por un estudio de
arquitectura y cobraba mil doscientos euros al mes. Juan era abogado y se
pasaba todo el día echando horas en un bufete para lograr llegar a los mil
quinientos euros mensuales. Los dos estaban casados. La mujer de Juan era ama
de casa y la de Carlos era arquitecto como él. Todos rondaban la cuarentena y
ambos matrimonios tenían hijos. Todos
los viernes quedaban al mediodía para tomar unas cañas en “la cervecería más
fría del mundo”.
Las
dos primeras cervezas eran de protocolo, a partir de la tercera entraban en
materia.
–
Quillo, Juanillo. Te juro que estoy
hasta los huevos –dijo Carlos.
–
Yo sí que estoy hasta los huevos. El
mierda de mi jefe está todo el día dándome por el culo. Últimamente tengo que
hacer todas las gestiones que su mujer le manda. ¿Tú crees que yo estoy para
hacer los papeleos de su mujer? Ese tío, como no le echa huevos a la parienta, se
pasa todo el día con un humor de perros, pagándolo con todo el mundo.
Carlos se atragantó con la cerveza
al reírse. Levantó la mano para pedir otra y se sacó tabaco de liar de su bolso
de cuero.
–
Juanillo, si no mandas en tu casa quieres
mandar mucho fuera.
–
Desde luego yo a mi mujer no le paso ni
una. Si hay que hacer algún papeleo en casa, lo hace ella, que para eso estoy
todo el día currando y ella tocándose el coño.
Como a una mujer no la pares te come el terreno. Empiezas por claudicar
en cosas pequeñas todos los días y terminan tirándose a cualquiera. Yo lo tengo
claro, en casa se hace lo que yo diga y punto. Vaya par de lobas que hay allí.
– Enfrente de ellos, había un par de morenas más jóvenes que ellos charlando.
Se estaban tomando un par de cervezas y una tapa de puntillitas.
–
Sí, no están mal –dijo Carlos.
–
¡Que no están mal! La de la derecha te
arruina la vida en un rato. ¡Vaya bicho! – dijo Juan –Juan llevaba el pelo
engominado y patillas. Un reloj caro y un polo de Ralph Lauren. Unos pantalones
chinos y unos zapatos náuticos. Se rascaba los huevos continuamente por dentro
de los bolsillos del pantalón.
–
Te la arruinará a ti porque desde luego
a mí no. – Carlos llevaba pantalones vaqueros y camiseta. Tenía pulseras de
cuero en la muñeca y unas botas de piel de media altura.
–
¡Tú eres maricón! No hay más que verte
con Sandra. Todo el día detrás de ella haciendo su santa voluntad. Tú sigue
así, que veras que rápido te deja por otro. Ya te he dicho mil veces, que a las
tías lo que les gusta de verdad es que la tengan a raya.
–
Ya, y tú tienes a raya a Lucía. Eres
todo un machote –dijo Carlos, mientras se terminaba de hacer el cigarro de
liar.
–
Tú ríete. Pero tengo razón. Por ejemplo,
en el sexo lo que les gusta es que seamos unos salvajes y unos guarros. Y
conste, que no estoy diciendo que a mi Lucía le gusté así. Lucía es una santa.
No es ninguna puta. Pero casi todas son así. Si no nos las follamos como es
debido, al final se buscan a otro para que se las follen de verdad – dijo Juan,
mientras se reía y se tocaba los huevos. Esta vez por fuera de los pantalones.
–
Sí y no –dijo Carlos.
–
¿Cómo que sí y no? ¿Qué coño significa
eso?
–
Lo que digo es que follárselas en plan
salvaje está bien, pero que eso no eso no es todo. El sexo es mucho más. Lo
hagas como lo hagas, hay que estar presente.
–
¿Estar qué? ¿Presente? ¡Vete a tomar por
culo! Presente mi polla. Esa sí que está presente. – dijo Juan. Cogió un
marlboro y lo encendió con su mechero zippo. Carlos lo miró y no le contestó.
Se fue hacia dentro de la cervecería para ir al baño y Juan se quedó solo. Miró
a las dos morenas y se acercó a ellas.
–
¡Qué tal guapas! – le dijo Juan a las
chicas.
–
¡Piérdete capullo! –le dijeron las dos
morenas a Juan. Juan volvió al sitio donde estaba con Carlos que todavía no
había regresado del baño. Carlos llegó con dos cervezas más.
–
¿Por dónde íbamos, Juanillo? Mientras
estaba en el baño seguro que no has parado de mirar a las dos morenas.
–
¿Qué dices? Paso de esas dos golfas.
–
¿Pero no estaban tan buenas?
–
¡Qué va! Me he fijado mejor y son dos
canis. Pasa de ellas. Lo que te estaba diciendo es que a las tías hay que
follárselas de verdad. Sin miramientos. Y eso de estar presentes son una más de
tus chorradas. No sé lo que quiere decir eso de estar presente. Estoy follando
y punto –dijo Juan.
–
Me parece que el que no se entera de
nada eres tú. Estar presente es estar en lo que se está y no en otra cosa. No dejar
que la polla y la excitación te controlen. No usar a la otra persona solo para
correrte. Respirar y estar presente con todo tu ser.
–
¡Tú eres gilipollas! – dijo Juan,
mientras se reía señalando a Carlos con el dedo y daba golpes en el banco alto
donde tomaban las cervezas. – De verdad
que no eres más tonto porque no te entrenas. Tú sigue follándote a Sandra
respirando, verás que rápido te pone los cuernos. No tienes ni puta idea de
mujeres Carlos. De arquitectura sabrás mucho pero de tías estás frito.
–
Lo que tú digas juan. Tú eres el
machote.
Juan vivía en un adosado a las
afueras de Sevilla. Tenía dos hijos, de seis y ocho años. El colegio de los
niños era privado y caro. Aquel día llegó a su casa a las diez de la noche. La
familia de su mujer, Lucía, era rica. Los Artachi tenían hoteles, y entre sus
miembros, habían numerosos personajes de mucha relevancia entre la sociedad
sevillana. La familia de Juan era una más de las miles de familias de clase
media que había en Sevilla.
Juan aparcó el coche en el garaje y
se quedó dentro escuchando en la radio del coche el partido de fútbol que
jugaba el Betis contra el Levante. Lucía entro en el garaje y golpeo con los
nudillos el cristal lateral del coche donde estaba Juan dormido.
–
¡Juan!, ¡Juan! Abre, Juan. – Juan
levantó la cabeza asustado y abrió la ventanilla del cristal con el elevalunas
eléctrico.
–
Hola, amor. Me he quedado dormido.
–
¿De dónde vienes, Juan?
–
De ver a un cliente, Lucía. Ya conoces algunos
clientes. Son muy pesados. No me dejaban irme.
–
Hueles a alcohol. ¿Has venido
conduciendo desde Sevilla así? Eres un irresponsable – dijo Lucía, mientras
movía la cabeza de un lado a otro.
–
Nada, nada. Un par de cervezas y una
copa. Tenía que acompañar al cliente.
–
¡Tonterías! Mi padre hizo muchos más
negocios que tú y jamás lo vi volver a casa bebido. Eres un pringado. Y además,
hablas como si el bufete fuera tuyo y no eres ni socio. Entra en casa
inmediatamente y haz la cena a los niños que te están esperando para cenar
desde las nueve. Te parecerá bonito la clase de padre que tienen. – dijo Lucía,
y le dio la espalda entrando en casa. Se paró y se volvió hacia Juan. – ¡Te he
dicho que entres en casa!
Carlos vivía con Sandra
en el centro en un ático de alquiler. Tenían una niña de tres años. Sandra era
profesora asociada en la facultad de arquitectura. Cuando Carlos llegó a casa,
Sandra no estaba. La llamó por teléfono.
–
Hola, Sandra. ¿Dónde andas?
–
Estoy en la Alameda con Rober. – Rober
fue novio de Sandra. Era pintor y escultor.
–
¿Con Rober? ¿Y eso? ¿Y la niña dónde
está?
–
La niña está con mi madre.
–
¿Cómo que estás con Rober?
–
Me llamó. Hacía tiempo que no nos
veíamos. Se me apetecía.
–
¿Dónde estáis? Dime, y voy para allí.
–
No, no. Déjalo chico. Me llamó para
contarme una cosa que le preocupa. No pega que te vengas. ¿Vale? No te
preocupes. Después iré por casa. Un beso.
–
Bueno, como quieras. Un beso, niña. Muá.
Carlos colgó el
teléfono y fue a pegarse una ducha. Cuando salió no encontraba ningún calzoncillo.
Después de buscar sin éxito por toda la casa, abrió el cajón donde estaba la
ropa interior de Sandra. Al fondo del cajón, debajo de un camisón, encontró un
sobre blanco. Abrió el sobre y vio una tarjeta plastificada. Ponía: “Club
Espejo”. En la tarjeta había una foto de una sala con una cama negra con cadenas.
Se le calló la tarjeta al suelo, la recogió, se sentó en la cama y se puso a
llorar.
Cuando Juan entró en
casa, hizo la cena a los niños, recogió la mesa y los llevó a su cuarto a
dormir. Al terminar, se duchó y fue a la cocina donde estaba Lucía sentada en
la mesa pelando unas habas y escuchando la radio. Se puso una copa de vino y se
sentó delante de ella. Lucía estaba triste.
–
Juan, escúchame con atención lo que voy
a decirte porque es lo más importante y sincero que te he dicho jamás. Yo te
quiero, Juan. Y quiero a los niños. Me gusta mi familia. Pero hay algunas cosas
que tienes que saber. Tenemos que cambiar nuestra relación o yo me iré. Se
supone que tengo todo lo que una mujer necesita; una familia que me gusta, un
hombre guapo al que quiero y una bonita casa. Pero nada de esto es suficiente
sino soy capaz de verme en ti. Si no te tengo a ti. No veo en tus ojos cuando
me miras a la mujer que hay dentro de mí. En tus ojos veo alguien que no
conozco. Cuando me besas tus besos están vacíos. Cuando me comes el coño lo haces por mí y no
por ti, y tu lengua está muerta. No soy capaz de amarte como realmente quiero
amarte. Tengo miedo. Miedo al rechazo y a la incomprensión. Miedo a que pienses
que soy una guarra. ¡Pues si! ¡También soy una guarra! Sé que tú tienes dentro al
hombre que yo quiero. Sé que dentro de ti está ese hombre que ama a venus.
Libérate. Liberémonos o este muro nos separará para siempre. Déjame que me abra
para ti, descubrirte al hombre poderoso que tienes dentro. Permíteme sacar a la
mujer salvaje que me desgarra por dentro y que se ahoga. Busquemos los dos
nuestras almas. Sin límites, sin vergüenza, sin barreras. Te amo, Juan, pero
hasta aquí hemos llegado sin nosotros y a partir de ahora seguiremos con
nosotros. Eres más poderoso de lo que te puedes imaginar. Tienes toda la fuerza
del universo en tu interior. Déjame descubrirla y mostrártela. Mirémonos y
follemos de verdad. Volvámonos locos con nuestro cuerpo. Entrégate a mí por
completo. Te echo mucho de menos. Sé que una parte de ti ahora mismo me está
comprendiendo y se muere de ganas de mostrarse. Amor mío, te quiero. Di algo, Juan.
Juan no paraba de mirar a Lucía.
Estuvo callado, mirándola, varios minutos. Lucía se acercó a Juan sin decir
nada y se sentó sobre él posando su boca abierta sobre sus labios. Se quedó así
respirando y sollozando varios minutos. Después sacó su lengua, primero lenta y
suave, después de una manera salvaje, la pasó una y otra vez sobre sus labios.
Le escupió. Él le cogió de la cara firmemente y la apretó hasta que ella sacó
la lengua y entonces él la succionó con su boca. Le sacó un pecho por encima
del blusón y lo dejó caer. Lo miró sujetándolo con una mano y chupó el pezón
hasta que le salió leche. La tumbó en el suelo de la cocina y le llevó las
manos hacia atrás, juntas, mientras él se las sujetaba con una mano. Se quedaron
mirando unos segundos y ella dijo: “Métemela cabrón”, “Métemela hasta el fondo
de mi ser”. Él se sujetó la polla y le introdujo el glande. Se quedó ahí parado
y comenzó a respirar. Ella volvió a decir: “Métemela”. Juan la volvió a sacar,
la miró, y se la metió con fuerza. Se quedó parado con la polla metida hasta
los límites.
Carlos paró el coche junto al club
“Espejo”. Cogió la botella de White Label y le dio un trago. Se quedó mirando
la puerta durante un buen rato. Entraron dos mujeres orientales. En la puerta
había un portero de raza negra enorme. “No me dejará entrar”. Salió del coche y
se dirigió a la calle de atrás donde él sabía que había putas de la calle.
Eligió a la que tenía mejor pinta y le ofreció doscientos euros para que le acompañara
al club. Cuando llegaron a la puerta el negro les paró y le dijo que la entrada
para hombres era de sesenta euros. Le pagó y entraron. Era una sala de pequeño
tamaño con una barra, varios sofás, poca luz y una cama negra con cadenas.
Sobre la cama y en las paredes había enormes espejos. En las paredes había
colgadas caretas, fustas, látigos, pinzas, bolas chinas; objetos e instrumentos
sadomasoquistas de varias clases. Carlos se puso una careta. Mientras se bebía
la consumición de whisky que daban con la entrada, la puta que le acompañaba le
tocaba el paquete, bebía y le besaba por todas partes. En el local, había siete
mujeres y solo tres hombres. Encima de la barra cogió una tarjeta que ponía:
“Día de participación libre”. Le preguntó al camarero que significaba “día de
participación libre” y le dijo que cualquier cliente se podía tumbar en la cama
para que quien quisiera pudiera acercarse a jugar. Al rato, una de las mujeres
con careta que estaba sentada sola en uno de los sofás, se acercó a la cama y
se tumbó. Otra mujer se acercó y la desnudó. Le encadenó los brazos y las
piernas y comenzó a besarla mientras le tiraba de los pelos. El espectáculo
duró cerca de dos horas. Cuando terminó, la mujer de la cama se acercó a la
barra y se quitó la careta. A Carlos se le cayó la copa al suelo.